viernes, 7 de agosto de 2009


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viernes, 26 de junio de 2009

domingo, 25 de enero de 2009

Me alquilo para leer


(página hija enteramente subordinada a www.chorizoderueda.blogspot.com)


De esto ya hace muchos años. La juventud se reviste de frescura y desenfado para enmascarar su verdadero cometido: es una encrucijada. Los destinos terminan de decidirse allí. Uno cuando es joven está tan distraído disfrutando de la condición de tal que no percibe el momento en que la vida lo mete en el tubo y le aplica el mazazo.
Siempre me había gustado leer. Los reyes, guiados por buena estrella, me ofrendaron un libro infantil de aventuras, mucho más valioso que oro, incienso y mirra algunos. Desde ese entonces no paré. Interrumpía mi educación todos los días unas horas durante el año lectivo, pero, cuando volvía a casa, me enfrascaba en lo bueno. Mentar la conformación de mi familia es ocioso: baste mencionar que los libros no me faltaron. El torbellino de la vida me fue llevando hacia lugares donde abundaban los volúmenes. Me hacía amigo de los libreros y buscaba trabajo en las librerías. Cuando hube de elegir una profesión, me decanté por la que supuse estaba más signada por los códices. Después del lapso previsto por los planes de estudio, me recibí de profesor.
Tuve la suerte de poder conseguir trabajo bastante rápido, pero no me satisfacía del todo. Me gustaba enseñar a leer, pero había que cumplir con molestos rituales y burocracias y, además, todo lo que tenía que hacer me restaba interminables horas que podían ser muchísimo mejor utilizadas en la lectura. Sentía ese cansancio que sienten los que van caminando por el sendero equivocado.
El mensaje llegó como siempre llegan los verdaderos mensajes. De sorpresa y de apuro. Es proverbial la tendencia de mis connacionales, dentro de los que me incluyo, a dejar todo para último momento, especialmente las cosas más complicadas. Llegué tarde a casa y me lo encontré. Hacía tiempo que no pasaba de visita. Divisé unos papeles en sus manos, que me llamaron la atención, porque el tipo trabajaba en una barraca. Era el novio de una amiga, que en ese tiempo cursaba el liceo nocturno. Me acordé que un tiempo antes me había pedido que lo ayudara a hacer no sé qué trabajo para Literatura y que yo le había dicho que sí. Tenía que entregarlo al otro día.
El trabajo consistía en recabar información sobre un autor mágico y su época, leer uno de sus libros de cuentos y hacer un comentario de uno de los relatos, además de realizar sendos resúmenes de los argumentos de todos los otros cuentos. El individuo cayó por mi casa, de noche, sin el libro y con unos apuntes fragmentarios que consideraba fidedignos, que constituían todos los datos que tenía sobre la obra y la vida del autor. Como era buen tipo, un poco en contra de mi voluntad, le dije que me trajera el libro, que iba a ver qué podía hacer.
Cuando llegó, dispuse toda una estrategia. Lo senté frente a mi Remington vieja y le dije que fuera pasando la información que tenía. Estimé que, por el espesor del libro, demoraría unas dos horas y algo. Me acomodé en mi cama, con la portátil estratégicamente ubicada, munido de una hoja y un lápiz para ir sacando apuntes de la lectura mecánica y apurada.
Una mujer soñaba y vendía sus interpretaciones a una familia pudiente. El narrador la había visto una vez en una fonda para exiliados. Años más tarde, se encontró con ella, junto a un poeta epicúreo y de vuelos pesados. El epicúreo y la dama decidieron, cada uno por su lado, echar una siesta. Él soñó que ella soñaba con él y ella soñó que él soñaba con ella. Cuando los escritores dialogaron, arribaron a la conclusión de que todo parecía un cuento de otro escritor conocido, que, si ya no lo había escrito, no tardaría en hacerlo. Dos horas y otros relatos después, dispensé a mi cliente y le dije que pasara al otro día. Cuando se fue, terminé de mecanografiar lo que él a duras penas había picoteado con más esfuerzo que gloria y me acosté. La soñadora me explicó cuál sería mi destino y yo le hice unas preguntas que no recuerdo, aunque sí recuerdo su gesto cuando me contestaba. Se reía de mí, como con ironía.
La mañana me vio trabajar. Bosquejé mentalmente la estructura del trabajo y me dispuse a hacerlo. Hice breves pero completas fichas de lectura de los cuentos y desarrollé el de los sueños, impelido más que nada por el gusto personal. Sólo tuve una dificultad en la escritura del trabajo. No llevaría mi firma. El supuesto autor era un alumno no muy dedicado del liceo nocturno. El estilo debía adecuarse. Por eso, cuando ya promediaba el trabajo, me di cuenta de que se habían deslizado varios barroquismos y juegos de ideas que difícilmente fueran atribuibles a mi cliente. Fue lo más difícil de todo. A manera de actor, debía imbuirme en la personalidad del firmante en la escritura. Unos cuantos tijeretazos más tarde, el trabajo terminaba. Hice esfuerzos para que me saliera bien, es decir, para que el resultado fuera razonablemente malo para ser creíble y suficientemente bueno para que tuviera una calificación aceptable.
Ése fue mi primer trabajo de lectura por encargo. El resultado fue exitoso, y, ahora, con honorarios y todo, empezaron a aparecer otros bajo sugerencias del cliente satisfecho. Dar clases daba satisfacciones, pero acarreaba muchos problemas. Esta nueva actividad, en cambio, me granjeaba el regocijo de poder hacer de mi mayor gusto la mayor fuente de ingresos. Me vi forzado, eso sí, a diseñar un protocolo de intervención, que incluía algunos puntos fundamentales que facilitaban sobremanera mi trabajo. Por ejemplo, siempre pedía tres o cuatro trabajos escritos de puño y letra de los que firmarían como propios los escritos. De esa manera tenía una imagen bastante certera de la mentalidad del sujeto en cuestión. Bocetaba un perfil de sus posibles producciones teniendo en cuenta, entre otras cosas, su sintaxis y su ortografía, y luego adecuaba el producto final. Trataba de meterme en la cabeza del cliente. Introducía algunas incongruencias y errores que trataba de balancear con ideas coherentes. Explicaba mi procedimiento previamente a los clientes que, en general, mayormente por no complicarse, aceptaban de buen grado mis condiciones. Algunos se ofuscaban un poco, especialmente si les decía que lo máximo que podrían obtener sería la calificación mínima, porque de lo contrario sería notoria la falsedad de lo presentado. Un fraude bien hecho puede ser más artístico que muchas obras de arte. Mi nombre nunca aparecía.
Empezaron a aparecer muchos. Sin darme cuenta, me había inventado una profesión. Llegaban amontonados, siempre a último momento, como sabe todo aquél que haya tenido comercio: la hora del almuerzo y la media tarde llenan las panaderías que han permanecido desiertas durante todo el resto del horario. Mis mayores concentraciones de trabajo estaban dadas por las fechas que ponían los profesores para la entrega de trabajos o los períodos de pruebas parciales. Llegué a darme cuenta del verdadero fárrago de monografías que mandan los profesores a sus alumnos, y de lo bien que éstos resuelven el escollo que ellas les representan. Recibía encargos de varios niveles de enseñanza secundaria, por lo que tuve que aprender a escribir de las maneras más disímiles. A medida que mis clientes iban pasando de año, yo iba pasando con ellos, por lo que llegué a dominar de memoria todos los programas de Literatura y todas las preferencias de algunos profesores, tanto, que terminé pidiendo el nombre del profesor como dato a tener en cuenta en la entrevista previa, dado que es muy útil saber quién lo lee a uno. Como el trabajo cada vez era más fructífero, acabé retirándome del ejercicio de la profesión docente, sin que ni una pizca de arrepentimiento se me asomara. Era mi forma de vida. Eso sí, como todo trabajo, tenía sus zonas oscuras. Llegaba a detestar con todas mis fuerzas algunas de mis creaciones, fruto indudable del aborrecimiento que me inspiraban algunos de los firmantes y sus profesores, quienes me obligaban escribir auténtica­s sandeces políticamente correctas. Ellos fueron los que me inclinaron a hacer mis “apuntes”. Al leer cosas buenas, me surgían ideas interesantes que nunca podía incluir. Las iba apuntando y rendían cuentitos y algunos trabajos críticos. De vez en cuando los mandaba a alguna publicación que admitía colaboraciones anónimas. Algunos tuvieron como destino concursos literarios que nunca me ocupé de averiguar si había ganado. Bajo el seudónimo, había otro seudónimo (siempre el mismo) con direcciones y teléfonos volubles. Lo mío era el anonimato.
Con el tiempo, mis clientes fueron creciendo. Lo más llamativo del asunto es que muchos de ellos siguieron sus estudios en el área de las letras, seguramente estimulados por las buenas notas obtenidas en Literatura. El ser humano es como el perro, pero más bobo. Y siguieron siendo mis clientes. Éstos me traían trabajos que me resultaban más gratificantes porque las fuentes que debía leer contaban con los refinamientos teóricos y estéticos con que se quiere estimular a los jóvenes que pueblan los niveles terciarios. Muchos se recibieron contando con mis servicios. La memoria, a estas alturas, confunde generaciones. Incluso luego de titulados recurrían a mis ojos. Hicieron primorosas planificaciones, salvaron concursos para lograr la efectividad, lograron cargos directivos y me he enterado, no sin cierta mueca, que alguno de mis más fieles seguidores ha llegado a la inspección de la materia y diseñado atrevidos diseños curriculares (a ciertos niveles me permití volar un poco). Con los años, mis trabajos firmados por otro se convirtieron en mayoría en algunos congresos, por lo que, por cierta deformación dictatorialmente democrática, marcaron tendencia. Nunca fui a los congresos para no matarme de la risa.
En mi pasión por la literatura, conocí a algunos jóvenes escritores, sobre todo en las librerías. Algunos eran viejos conocidos de mi actividad comercial. Hablábamos de literatura. La ficción es buen tema para hablar porque es más real que la realidad en muchos casos. Me contaban de sus tribulaciones frente a la hoja en blanco. Me relataban las mil y una dificultades que se les planteaban cuando querían publicar. Se quejaban de la injusticia de los concursos, que siempre ganaban los mismos, que estaban arreglados. A través de mi larga experiencia en el trato con personas, creí divisar cuál era el problema. Les pedí que me mostraran algunos trabajos recientes y lo hicieron. Confirmé mis hipótesis y les ofrecí mis servicios.
He sentido la satisfacción del deber cumplido al verlos en televisión. Si bien me rindieron buenos dividendos, me costaron no poco trabajo. Debí adquirir estilos que no me eran propios en lo más mínimo e intentar hacerlos funcionar. Tuve que estudiar las conformaciones de los jurados y hasta los nombres de los concursos para adecuar los textos a la circunstancia. Llegué a escribir varias obras para autores que participaban en el mismo concurso, lo cual no me significaba un contratiempo porque solamente prometía menciones y nunca caí en la tontería de vender la ilusión de primeros premios. Esto último era porque, en ocasiones, me reservaba el derecho del primer premio para mí, con obras construidas en base a las ideas originales que se me ocurrían, pero siempre con el mismo seudónimo bajo el seudónimo, todas las veces con los datos inexactos.
A pesar de dedicarme con los años a trabajos de mayor altura, no dejé a un lado mis trabajos de secundaria que, por otra parte, eran los más constantes. Gracias a ellos, he podido ver cómo muchos escritores conocidos míos ingresaban a los programas de Literatura, por eso de incluir los autores nacionales. La vida es larga, el arte breve. Empecé a notar que los años habían pasado y ahora se leían otras cosas que eran –yo lo sabía- todas lo mismo.
Con el tiempo, pasé de peinar canas a dejar de peinarlas. Los lentes de leer se amoldaron a mis facciones. Pero mi trabajo continuaba, lo que hizo que un día me pasara algo extraño con un cliente. Su cara me resultaba extrañamente familiar. Al llenar el formulario de rutina, le pregunté el nombre, y su apellido me obligó a recordar tiempos distantes. Cuando le pregunté quiénes eran sus padres me dijo sus nombres. Había hecho algunos trabajos para su padre. Terminé de tomar sus datos, acordé con él las condiciones del trabajo y, al despedirme, le encarecí que diera saludos a mi amiga y su esposo (aquel novio), a la sazón, sus abuelos. No necesité leer la obra que me traía. Conocía muy bien al escritor premiado y cómo había escrito sus renombradas novelas. El argumento aparecía pinceleado por doquier con recursos que buscaban esbozar un relato fantástico, todo ello con el diáfano propósito de agradarle a un jurado de un concurso llamado “Letras fantásticas”. Un papanatas firmaba una historia de sueños por encargo que se convertía en lecturas y posteriores monografías rentadas. A través de las páginas, se dibujaba una sonrisa burlona. Un joven dormía soñando con un trabajo que hacía por primera vez y haría toda su vida, y fabulaba que era un viejo que leía una novela en la que se daba cuenta que, de tanto leer, no había llegado a otra cosa que a leerse a sí mismo.